Introducción, problema y tesis.
El Estado colombiano vela por el interés general de la población y el cumplimiento de los fines estatales, pero en algunas ocasiones requiere colaboración para llevar a cabo sus funciones de manera correcta y eficiente, por lo cual decide contratar con particulares para la ejecución de tareas específicas. Ello ha permitido incentivar proyectos de infraestructura en el país con lo que se busca la modernización del territorio en aras de generar mayor competitividad en el mercado internacional. A su vez, los proyectos de infraestructura son un foco de atracción de inversión extranjera, especialmente en los sectores económicos minero e hidrocarburos.
Bajo el entendimiento del contratista como un colaborador de la administración para la satisfacción de las necesidades públicas, se justifica la existencia del principio del equilibrio económico del contrato: “Como consecuencia, y en desarrollo de la política de apertura del estado colombiano, se expidió la ley 80 de 1993 para buscar que el contratista como colaborador de la administración, no fuese en un momento dado a perder por la alteración del equilibrio financiero del contrato. Quiso el legislador, que el estado pudiera cumplir con sus fines y que el contratista particular, en la mayoría de los casos comerciante, quien por mandato legal no trabaja a pérdida, pudiera obtener el lucro que implícitamente lleva su actividad”.
Por regla general, los contratos estatales se rigen jurídicamente bajo los criterios de la ley 80 de 1993. De acuerdo con esto, se puede encontrar en esta ley sendas normas de garantía del mantenimiento de la ecuación contractual. Entre otros, los artículos que devienen relevantes para nuestro estudio son el artículo 5, el artículo 4 en especial el numeral 9, artículo 27 y el artículo 28, los cuales desarrollan principios constitucionales en relación al equilibrio económico de los contratos como: el principio de conmutatividad donde se deben conservar la equivalencia entre las prestaciones del contrato, el de solidaridad que busca resguardar al contratista como colaborador de la administración y reconocer que el patrimonio privado puede ser lesionado lo cual va en contra del principio del equilibrio económico, el de igualdad que preceptúa que el contratar con el Estado origina una carga especial y que en situaciones donde el contrato esté desequilibrado se puede encontrar frente a un contratista en condiciones de inferioridad.
Con la expedición de la ley 1150 de 2007, se matiza la filosofía del principio de equilibrio económico del contrato estatal, matiz a través del cual se le exige tanto al Estado, como a los contratistas el cumplimiento de deberes de planeación, incluyendo, claro está, la distribución de riesgos que se puedan generar con ocasión del contrato estatal.
Por otra parte, cabe resaltar el Decreto 734 de 2012, que aunque ya derogado hizo una contribución importante en materia de distribución de riesgos, definiendo qué es un riesgo y estableciendo la manera de identificar los riesgos previsibles; conforme a este decreto se tiene: “Determinación de los riesgos previsibles: Para los efectos previstos en el artículo 4° De la Ley 1150 de 2007, se entienden como riesgos involucrados en la contratación todas aquellas circunstancias que de presentarse durante el desarrollo y ejecución del contrato, tienen la potencialidad de alterar el equilibrio económico del contrato, pero que dada su previsibilidad se regulan en el marco de las condiciones inicialmente pactadas en los contratos y se excluyen así del concepto de imprevisibilidad de que trata el artículo 27 de la Ley 80 de 1993. El riesgo será previsible en la medida que el mismo sea identificable y cuantificable en condiciones normales.
Asumir un riesgo implica para el contratista (o la entidad contratante) que, en caso de materializarse el riesgo, es decir, en caso de suceder, corre por su cuenta asumirlo, por lo que no existe posibilidad de exigir a su extremo contractual el restablecimiento del equilibrio económico del contrato. Esta regla general, por demás bastante razonable, genera en realidad serios problemas. Se planteará un ejemplo a continuación.
El derecho a la consulta previa es un derecho fundamental que tiene respaldo constitucional principalmente en los artículos 2, 7 y 330 de la Constitución de 1991. Es así que, la consulta previa se puede definir como: “el procedimiento por medio del cual se hace efectivo el derecho fundamental que tienen los grupos étnicos reconocidos legal y administrativamente a ser consultados en torno a aquellas medidas legislativas y administrativas del Estado que generan una afectación directa y específica sobre su integridad étnica, cultural, social, política, económica y religiosa.”
Cuando en un contrato estatal una de las partes (en este caso, el contratista), asume el riesgo relativo a realizar las consultas previas y enfrentar los costos y pérdidas que ello implique, con base en los estudios y documentos previos elaborados por la contratante, en los se informan concretamente cuáles comunidades deberán ser consultadas, ¿asume un riesgo absoluto, ilimitado? ¿Qué pasa si dicha información entregada por la contratante estaba errada y en realidad, existen más comunidades a las que se les debe consultar? ¿debe asumir ese riesgo el contratista por habérsele asignado al momento de la suscripción del contrato?
El objetivo de este ensayo es dar respuesta a la siguiente problemática: ¿Existe jurídicamente una justificación para limitar el riesgo que asume el contratista? O por el contrario, ¿el hecho de que el contratista (o la contratante) prevea y asuma un riesgo en el negocio jurídico estatal implica que no importa su quantum, o extensión, una vez materializado el riesgo, deberá enfrentarlo sin derecho a alegar un rompimiento de la ecuación contractual?
Como tesis central afirmamos que la asunción de un riesgo en el contrato estatal, no puede ser absoluta, aun cuando las partes no hayan hecho una clara delimitación, identificación y cuantificación de un riesgo previsible. Se desarrollarán tres argumentos para defender la tesis: el primero, en relación con la ponderación de los principios de planeación contractual y de equilibrio económico del contrato y su vinculación con el concepto de riesgo previsible; el segundo argumento se centra en los requisitos de la asignación de riesgos; finalmente, el tercer argumento defiende la tesis desde una perspectiva de buena fe contractual y confianza legítima en la administración pública. Una vez expuestos los argumentos, se esbozarán algunas conclusiones.
I Primer argumento: La planeación contractual, el equilibrio económico del contrato y la ‘previsibilidad del riesgo previsible’.
Por regla general, en principio, no constituye un desequilibrio económico del contrato el hecho que se asuma por parte del contratista los costos asociados al deber de realizar consultas previas con las comunidades que lo ameritan, ya que, este tipo de eventualidades además de ser necesarias para el propio desarrollo del contrato, son una consecuencia de asumir el riesgo ya asignado previamente a la celebración del contrato, esto es, son una manifestación de la planeación ex ante del contrato4.
Lo anterior, por cuanto la Ley 1150 del 2007 en su artículo 4 dispone que los riesgos previsibles involucrados con la contratación deben distribuirse y asignarse desde el pliego de condiciones o sus equivalentes. Además de ello, estos riesgos deben guardar un aspecto de congruencia y razonabilidad sobre quien está en la mejor capacidad para asumir dicho deber y los respectivos costos que de ello deriven. Esto refiere a que se debe optimizar el principio de planeación porque merece por parte del Estado una acuciosa revisión desde la formación de dicho pliego de condiciones, sobre un ejercicio de estructuración de cómo se desarrollará en adelante el contrato con obligaciones de tracto sucesivo y asegurar que el “colaborador de la administración” no sufra un desmedro a su propio capital para desarrollar el contrato que le fue adjudicado. Adicionalmente, esta revisión y este ejercicio de prever posibles circunstancias a futuro y mitigar y asignar los riesgos que sean de la naturaleza del contrato, merece entre otras, que sean discutidos y acordados con los oferentes a fin de satisfacer el principio de transparencia y garantizar la selección objetiva en todo momento.
La distribución de riegos es entonces -en una relación sinalagmática- un ejercicio de planeación que inicia por parte del Estado y que es construida con la colaboración de los particulares porque ellos como sujetos activos de esta relación, ayudan a que las condiciones y prestaciones del contrato sean equivalentes y conmutativas para las partes. Tanto es así el desarrollo de este principio que, por parte de los contratistas, también se predica la optimización de este principio. Los resultados del desplazamiento del deber de planeación por parte de los contratistas, hace que ellos tengan un papel activo como colaboradores de la administración y contribuyan con su experticia y pericia a que la contratación pública, en general, goce de celeridad y que tengan mayor relevancia los principios de economía, eficacia y eficiencia que tanto se pide en este tipo de procedimientos.
Siendo así, la distribución de riesgos tiene como finalidad garantizar que se cumpla con el contrato con lo ya estipulado en el mismo y que, si hay eventualidades en las cuales ocurran hechos que, si bien pueden generar mayores costos para las partes, este tipo de incidentes ya están previstas, asignadas y con deberes determinados para que los mismos no sean un factor determinante para que no se cumpla a cabalidad con lo acordado.
No obstante lo señalado sobre el deber de planeación, la distribución de los riesgos debe versar sobre parámetros que sean previsibles y cuantificables, De esta afirmación se obtiene un resultado necesario que es la garantía del equilibrio económico del contrato que refiere el artículo 27 de la Ley 80 de 1993. Analizando el principio de equilibrio económico del contrato en relación con el de planeación, salta una pregunta aparentemente ilógica: ¿cuándo un riesgo previsible deviene imprevisible? ¿Cuándo una circunstancia riesgosa prevista y asumida por una de las partes, puede abrir la puerta a la aplicación de la teoría de la imprevisión?
De acuerdo a la jurisprudencia del Consejo de Estado, la teoría de la imprevisión consagrada en el artículo 27 de la Ley 80 de 1993, como título de imputación para el restablecimiento del equilibrio económico del contrato, exige el suceso de una circunstancia extraordinaria y razonablemente imprevisible5.
Esta posición ha sido reiterada en sede arbitral:
“En este orden de ideas, concluye este Tribunal que para que cualquiera de las partes pueda reclamar el resarcimiento de un desequilibrio en la ecuación contractual, debe acreditar: Que el mismo proviene de situaciones imprevistas. Que la causa del daño alegado no le es imputable. Que no se trata de un riesgo que esté obligada a soportar, con fundamento en la asignación explícita o implícita de riesgos del contrato en cuestión. Que se trata de un riesgo que excede el riesgo ordinario, es decir que se trata de un riesgo extraordinario.”6
En tratándose de consulta previa a comunidades constitucionalmente relevantes, para la ejecución de un proyecto estatal, el asumir el riesgo al momento de celebrar el contrato no es absoluto. La previsibilidad de un riesgo está determinada por su identificación concreta, su cuantificación y su razonabilidad. En efecto, tratándose de consultas previas, el contratista que asume el riesgo, lo hace teniendo en cuenta los estudios previos ofrecidos por la entidad, en los cuales consta la identificación de las comunidades a las que se les debe realizar consulta previa. Con dicha información, el contratista puede cuantificar aproximadamente los costos en los que debe incurrir para cumplir con la obligación de realizar la consulta. En ese sentido, el riesgo relativo a las consultas previas asumido por el contratista es previsible, porque ha tenido oportunidad de identificarlo y cuantificarlo7.
Sin embargo, sorprender al contratista con posterioridad a la celebración del contrato, con nuevas comunidades que requieren ser consultadas, es claramente una circunstancia razonablemente imprevisible. ¿Cómo podría el contratista razonablemente prever la existencia de nuevas comunidades, cuando la entidad contratante (que es quien se encuentra en mejor posición para determinar los grupos étnicos y culturales de la región) no se lo informa en los estudios y documentos previos? Para el contratista es completamente sorpresivo, no es razonablemente previsible.
El hecho de que el contratista haya asumido en términos generales el riesgo de consultas previas es irrelevante para negar el derecho al restablecimiento del equilibrio económico del contrato, porque esa asunción de riesgos no es absoluta:
“Debe precisar el Tribunal que el requisito de que el evento sea imprevisible para dar lugar al restablecimiento del equilibrio no significa que sea absolutamente imprevisible, sino que debe tenerse en cuenta un criterio de razonabilidad”8.
“Así las cosas, el panel arbitral afirma que la actuación del concesionario por su cuenta y riesgo, en los términos legalmente definidos, no significa que deba asumir todos los riesgos que se puedan presentar en la ejecución del contrato, deberán considerarse aquellos riesgos que debía asumir”9.
Todo lo anterior permite concluir que, la asignación de riesgos no puede darse en términos generales o absolutos (“asumir el riesgo de consultas previas”, “asumir el riesgo de eventos meteorológicos”), pues el criterio de previsibilidad sigue un supuesto de razonabilidad. Aceptar que por el solo hecho de que el contratista haya asumido los riesgos de consultas previas, debe enfrentar por su propia cuenta si aparecen 2, 5 o 1000 comunidades, sería tanto como consagrar una obligación irredimible o ad infinitum, lo cual no es aceptable en nuestro ordenamiento jurídico.
En consecuencia, el riesgo previsible no es simplemente el que ha sido plasmado en la matriz de riesgos, sino que además exige que, conforme a las circunstancias, sea razonablemente identificable y cuantificable. Así se deduce de lo establecido en el artículo 4 de la Ley 1150 de 2007: “Los pliegos de condiciones o sus equivalentes deberán incluir la estimación, tipificación y asignación de los riesgos previsibles involucrados en la contratación”.
Si un riesgo, al momento de celebrar el contrato estatal no es ni identificable, ni cuantificable, se colige que no es un riesgo previsible, a pesar de haber sido asumido por el contratista en la matriz de riesgos. En ese sentido, dicha circunstancia abriría la puerta al restablecimiento del equilibrio económico del contrato.
II Segundo argumento: la asignación de los riesgos previsibles
A fin de mantener un equilibrio en el desarrollo del contrato, en materia de asignación de los riesgos previsibles, se han prestablecido unos criterios que determinan su distribución entre el contratista y el contratante, los cuales van a determinar cuál de las partes tiene mayor capacidad técnica y económica para soportarlos, así como cual se encuentra en mejores condiciones de prevenirlo y mitigarlo.
En ese orden de ideas, comoquiera que la entidad estatal en su condición de contratante debe en el pliego de condiciones señalar cuál de las partes asumirá el riesgo en caso de presentarse, el documento CONPES 371410 recomienda a éstas al momento de efectuar distribución, poner de presente aspectos tales como: (i) El tipo y la modalidad de contrato; (ii) Proporcionalidad en razón a la información con la que se cuente para su mitigación; (iii) Las capacidades propias que posea el contratista en razón a su labor; (iv) No realizar dicho traslado en abstracto o de manera inexacta, sino por el contrario que éste sea claro y no se preste en la medida de lo posible a interpretaciones; y finalmente, (v) Evitar incluir cláusulas que restrinjan o eludan el derecho al restablecimiento del equilibro económico.
Asimismo, expone que con ocasión a la clasificación que hace del riesgo, que en el denominado “social o Político” definido como “el que se presenta por fallas en la manera en que se relacionan entre sí, el Gobierno y la población, grupos de interés o la sociedad. Por ejemplo, los paros, huelgas, actos terroristas, etc. Para la determinación de su previsibilidad, la entidad podrá acudir a las autoridades públicas competentes en la recopilación de datos estadísticos o fuentes oficiales”, el cual nos interesa, deba ser asumido por la entidad contratante, es decir la entidad estatal dada la posibilidad que tiene de la facilidad y administración que tiene sobre el mismo.
De contera encontramos que aunque el Estado dada su posición dominante dentro del contrato y la facultad que le es otorgada para colocar a su juicio las condiciones de éste, no puede sustraerse del todo frente al riesgo previsible, por el contrario debe tener en cuenta al momento de su repartición unos parámetros que le permitan determinar dependiendo la clase de contrato y de riesgo, a cuál de las dos partes le es más dable asumirlo, no solamente para otorgar una garantía y buscar una igualdad de éstas respecto a su ejecución, sino que además llevarlo hasta su culminación por llevar consigo un interés de carácter general, en tanto se exige a dicha entidad realizar un estudio detallado para la estructuración de cada proceso contractual.
Sin perjuicio de lo anterior, dado el carácter participativo en los procesos de contratación del estado, característica que se ha venido desarrollando con el pasar del tiempo, en donde el contratista deja de ser una parte pasiva en la relación contractual y pasa a ser un colaborador del contratante, puede a su vez ayudar en el momento de la asignación de los riesgos previsibles dando su punto de vista y haciendo las intervenciones que considere necesarias, en el momento respectivo dependiendo del tipo de contratación que se esté usando, caso en el cual se debe atender dichas solicitudes, y si es el caso reconsiderar dicha asignación teniendo en cuenta las medidas atrás señaladas.
III Tercer argumento: La buena fe contractual y la confianza legítima en la administración.
El artículo 209 de la Constitución Nacional refiere los principios de la función pública, entre los cuales se encuentran la moralidad administrativa, la cual se garantiza a través de los principios de buena fe y confianza legítima; estos derroteros, acompañados de los que se enuncian en la ley 80 de 1993 que son transparencia, economía y responsabilidad deberían ser la guía bajo la cual se desarrollará la actividad contractual del Estado. De esta manera, la buena fe debe entenderse “en términos amplios, como una exigencia de honestidad, confianza, rectitud, decoro y credibilidad que otorga la palabra dada, a la cual deben someterse las diversas actuaciones de las autoridades públicas y de los particulares entre sí y ante éstas, la cual se presume, y constituye un soporte esencial del sistema jurídico.”11
Por otro lado, la confianza legítima “es un corolario de aquel de la buena fe”12, que implica la manifestación de la administración a la cual el administrado le cree fielmente y se somete a los efectos que la misma provoque debido al carácter de poder que emana del Estado. Conforme a lo anterior, para el caso concreto ¿Por qué cuando el Ministerio del Interior quien actúa como contratante, emite un concepto indicando que en determinada zona donde se pretende realizar el proyecto no hay presencia de comunidades objeto de consulta previa a lo que el contratista le cree dando inicio al proyecto, puede luego exigir que se hagan consultas a comunidades que nunca le fueron referidas al contratista, sin dar lugar al reconocimiento de una compensación al contratista?
“Conforme al artículo 6 del Convenio 169 de la OIT, la consulta previa debe regirse por el principio de la buena fe, lo que quiere decir que el proceso no debe ser manipulado y debe adelantarse en un ambiente de transparencia de la información, claridad, respeto y confianza”13.
Uno de los “principios integradores del régimen jurídico de los contratos estatales es: iv) el principio de la buena fe, que obliga a la Administración Pública y a los particulares contratistas, a tener en cuenta las exigencias éticas que emergen de la mutua confianza en el proceso de celebración, ejecución y liquidación de los contratos”14. En casos de tutela como el de la Sentencia T-660/15, la Corte Constitucional ha reconocido el error del Ministerio del Interior en no realizar las visitas de campo necesarias, por lo que provee de datos erróneos al contratista en relación a la presencia de comunidades objeto de consulta previa; tanto así que en este caso encarga a la Defensoría del Pueblo y a la Procuraduría General de la Nación la tarea de determinar realmente si en la zona del proyecto existen comunidades a quienes garantizársele este derecho a participar.
“En la visita de campo, realizada por la comisión interinstitucional conformada por la Defensoría del Pueblo y la Procuraduría General de la Nación, efectuada entre los días 6 al 9 de abril de 2015, dichas autoridades verificaron la situación del proyecto bajo estudio y la condición en la que se encuentran actualmente las comunidades accionantes. La procuraduría así mismo, afirmó que no era clara la razón por la cual, con evidencia tanto en las zonas en que habitan las accionantes, como en las comunicaciones escritas dirigidas al ejecutor del proyecto, al Ministerio del Interior y al ANLA, no se haya informado de inmediato a la Dirección de Consulta Previa sobre la presencia de estas comunidades. El Ministerio no llevó a cabo tal verificación en campo, con lo que incumplió sus obligaciones y condujo a la vulneración de los derechos de la comunidad demandante. La Sala advierte además que de haberse realizado la visita de campo, muy probablemente el Ministerio se habría percatado de las prácticas tradicionales que la comunidad desarrolla en el Charcón Humapo, lo que habría conducido a la realización de la consulta.”15.
Con este caso, se regresa de nuevo al interrogante planteado en este argumento, concluyendo a la vez que bajo la mirada de los principios de la actividad contractual es una omisión al principio de buena fe contractual (especialmente el deber de información y el deber de investigación) y, por lo tanto, deviene injusto para el contratista asumir los costos que genera la paralización de la ejecución del contrato mientras se garantiza el derecho a la consulta previa por la aparición de comunidades que, al momento de la celebración del contrato y de la asignación de riesgos, se entendía no existían, o de nuevas comunidades que se agregan a las ya consultadas.
De lo anterior se colige que la entidad contratante no puede abstenerse de restablecer el equilibrio económico del contrato, so pretexto de que el contratista asumió el riesgo de consultas previas, puesto que detrás se esconde una transgresión a la buena fe contractual, pues quien conocía o debía conocer de la existencia de dichas comunidades con anterioridad a la celebración del contrato y la asignación de riesgos previsibles era la misma entidad contratante. Una tesis en contrario implicaría transgredir el principio según el cual nadie puede alegar su propia culpa en su beneficio (nemo auditur propriam turpitudinem allegans).
IV Conclusiones
La distribución de riesgos en el contrato estatal es una manifestación de la exigencia bipartita de planeación contractual, así se desprende del espíritu de la Ley 1150 de 2007. Distribuidos los riesgos, las partes de antemano tiene la certeza en cuanto a qué rubros y costos deberán cubrir con sus propios recursos en caso de materializarse el álea. En efecto, la distribución de riesgos implica el reconocimiento de los mismos como sucesos previsibles con ocasión del contrato.
Sin embargo, a pesar de la aparente previsibilidad del riesgo, lo cierto es que la materialización del riesgo puede dar lugar a un desequilibrio económico del contrato que implique la obligación de restablecer la ecuación contractual. Para ello se presentaron tres argumentos.
El primero de los argumentos sostuvo que, en virtud de los principios de planeación, de equilibrio económico del contrato y la jurisprudencia contencioso administrativa y arbitral, el riesgo previsible no es simplemente el que ha sido distribuido ex ante, sino aquel que es identificable y cuantificable. Dicha determinación del riesgo solo se puede hacer a través del estudio y soporte de los documentos previos y de la información existente al momento de celebrar el contrato, por lo que toda información sobreviniente, no se enmarca dentro de la categoría de riesgo previsible.
El segundo argumento se asentó en los criterios de distribución del riesgo para defender la idea de que, ante un riesgo previsto, pero no identificado ni cuantificado, corresponde asumirlo a la parte que en mejor posición se encuentre de preverlo y mitigarlo. En tratándose del caso de estudio, esto es, la consulta previa, es claro que la entidad contratante se encuentra en una mejor posición frente al contratista para asumir el riesgo.
Finalmente, el tercer argumento retoma los preceptos de la buena fe contractual y la confianza legítima para justificar por qué hay lugar al restablecimiento de la ecuación contractual, cuando un riesgo previsible pero no identificado ni cuantificad por las partes ha tenido lugar.
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